Es tentador hacer un ejercicio de equipo en el que cada miembro comparte para qué cree que está el equipo. Se llega a un consenso luego de algunas horas y se cuelga un póster con la conclusión.
Más allá de que ese póster queda olvidado y se mantiene desconectado de la cotidianeidad del equipo, buscar el “para qué”, la razón de existencia de un equipo de esa manera tiene sus limitaciones.
Entonces tiempo después notamos que crece un malestar entre los integrantes. Una áspera fricción entre ese propósito definido a puertas cerradas y la respuesta de otras áreas de la organización. Molestias porque el equipo del que dependen no colabora, el equipo al que proveen no da cabida a sus ideas, otras regiones no incorporan sus sugerencias de buenas prácticas, los puestos jerárquicos no aprecian su contribución.
Así como en el Newsletter anterior diferenciábamos a nivel individual la autonomía y la interdependencia, aquí también necesitamos considerar que el equipo no sucede en el vacío. El para qué de su existencia lo trasciende.
Ese descubrimiento de para qué está un equipo necesitamos explorarlo en el borde con su afuera. En la zona de contacto con el exterior. Un ejercicio introspectivo no es suficiente.
Me gusta cómo Peter Hawkins habla de equipos de alto valor agregado en lugar de equipos de alto desempeño. Según él los equipos necesitan articular un propósito claro e inspirador que resuene tanto con los miembros del equipo como con las partes interesadas. El propósito del equipo debe revisarse regularmente para garantizar que siga siendo relevante y alineado con el entorno cambiante.
Una pregunta sería “¿cómo nuestros distintos stakeholders notarían nuestro avance?”
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